Alo largo de la historia de la humanidad ha primado un criterio de vida que ha consistido, y se ha limitado, sólo a satisfacer los instintos más elementales: beber, comer, pasarlo bien, tener salud. Y para esto es “obligatorio” buscar dinero y para tenerlo es “obligatoria” la ley del trabajo. Pero más allá hay otra realidad tanto o más importante: la espiritual. Atender lo más básico, materialmente hablando, no es suficiente en la vida: el ser humano también es un ser espiritual. Jesús bien lo dijo: “No sólo de pan vive el hombre” (Mt 4,4). Tenemos por tanto también la “obligación” de preocuparnos por nuestra vida espiritual recibiendo todo lo que Dios nos da, acogiendo la vida que Él nos da.
El día del Señor —como ha sido llamado el domingo desde los tiempos apostólicos— ha tenido siempre, en la historia de la Iglesia, una consideración privilegiada por su estrecha relación con el núcleo mismo del misterio cristiano. En efecto, el domingo recuerda, en la sucesión semanal del tiempo, el día de la resurrección de Cristo. Es la Pascua de la semana, en la que se celebra la victoria de Cristo sobre el pecado y la muerte, la realización en él de la primera creación y el inicio de la « nueva creación » (cf. 2 Co 5,17). Es el día de la evocación adoradora y agradecida del primer día del mundo y a la vez la prefiguración, en la esperanza activa, del « último día », cuando Cristo vendrá en su gloria (cf. Hch 1,11; 1 Ts 4,13-17) y « hará un mundo nuevo » (cf. Ap 21,5).